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DE SÚBDITO ESPAÑOL A CIUDADANO EUROPEO. (Juan Luís Cebrián).

Dice Erasmo en su Elogio de la locura - o de la estulticia, como el profesor Blanco Vila prefiere llamar a la genial declamación- que "el espíritu humano está hecho de tal manera que llega con más facilidad a la ficción que a la realidad. Si alguien quiere una prueba palpable de ello -añade- no tiene más que asomarse a una iglesia cuando se esté pronunciando un sermón, y allí se dará cuenta de que si se habla de algo trascendental y profundo, la gente bosteza, se aburre y acaba durmiéndose, pero si el orador de turno, como es frecuente, comienza contando un cuento de viejas, todos espabilan, atienden, y siguen el sermón con un palmo de boca abierta". Esta observación, hecha hace casi quinientos años, sigue tan de actualidad que políticos avezados como Manuel Fraga se atreven a asegurar que no puede ser buen discurso parlamentario aquel que no comienza con un chiste, a fin de captar la atención del auditorio. De modo que lo obligado sería que yo tratara ahora de introducir esta charla, si quisiera hacerla amena, con una historieta o chascarrillo que aliviara el tedio de la tarde y la modorra de las siestas. Desgraciadamente no me han llamado Dios ni el Diablo por el camino de la comedia. Lo único que me queda por hacer, y a ello acudo, es repetir el introito frecuente con que mi maestro y amigo Gabriel García Márquez comienza sus escasísimas intervenciones públicas: Ruego a los que se aburran que salgan discretamente y en silencio, a fin de no despertar a los que estén dormidos.
Hecha la advertencia, añado yo que el que avisa no es traidor y que espero no se me pidan más tarde responsabilidades. Me pregunto, por lo demás, si no tendrá también razón el de Rotterdam cuando asegura que los hombres nos adentramos con mayor facilidad en el mundo ficticio que en el real, aunque esta cuestión nos plantea la mucho más peliaguda de saber distinguir entre ambas esferas -realidad y ficción, ficción y realidad- y discernir dónde se halla cada una de ellas, dónde comienzan y acaban sus lindes. Pues si creemos que el hombre solo conoce el mundo a través de las sombras proyectadas en la pared de la caverna de Platón, hemos de asumir, coherentemente, el aserto calderoniano sobre la vida como sueño. Se entenderá, entonces, hasta qué punto un periodista como yo puede llegar a la conclusión, después de más de treinta años de desempeño del oficio, que hay cosas auténticas que sólo pueden ser narradas y descritas en forma de novelas o cuentos y que no andan tan desorientados los que opinan, un poco cínicamente, que es preciso evitar que la realidad estropee un buen reportaje. Citaré a este respecto las confidencias de Salman Rhusdie a Carlos Fuentes durante el difícil exilio londinense del primero, asediado por las amenazas del fundamentalismo religioso. "Desengáñate -le habría comentado- la prensa más interesante es la tabloide (o sea, los periódicos llamados populares o de escándalo). Esa es la única que habla de las cosas que pasan a la gente, los personajes de sus páginas aman, sufren, lloran, ríen, son ladrones, mentirosos, cínicos, asesinos, canallas, pero también son guapos, brillantes, luchan por la felicidad, por el éxito, por la fama, están hechos de carne y hueso, frente a los acartonados políticos, las abstrusas declaraciones institucionales, las aburridas ruedas de prensa, las notas oficiales, los decretos leyes, las crónicas políticamente correctas con que otros medios nos inundan..." No voy a entrar en debate ahora sobre esta cuestión, no es el tema de mi conferencia, aunque en algo le afecte según veremos luego, ni vengo tampoco en son provocador. Si traigo a colación la anécdota es solo para poner de relieve, una y otra vez, de qué forma la ficción sustituye y mejora con creces a la realidad, hasta el punto de que la verdad se abre paso con toda naturalidad entre el cúmulo de imaginaciones e invenciones del narrador, tantas veces incapaz de discriminar lo auténtico de lo falso, porque verdad y mentira solo son categorías absolutas para los que se empeñan en emular el escepticismo seudocientífico de santo Tomás.
Tanta mandanga previa no tiene otro objeto que advertir de que, aunque hoy voy a narrarles una historia tan real como la vida misma, no se trata de ningún torpe intento de memoria personal. Emiliano Martínez, que es quien debiera hablarles a ustedes de educación en vez de encargarme a mí el mochuelo, habida cuenta de que él sí sabe de estas cosas, tuvo no solo la generosidad de invitarme a abrir el ciclo de conferencias, sino la osadía de sugerirme que tratara de explicarles mi trayectoria personal a la hora de formarme como ciudadano. Se amparaba, sin duda, en el hecho de que, además de ser un ciudadano como otro cualquiera, he podido contribuir de alguna manera a la formación de una parte de nuestros congéneres a través de la influencia que mi actividad periodística o intelectual haya podido ejercer sobre ellos. Me pareció tan sugestiva la idea, que abandoné toda falsa modestia y acepté el encargo con una ilusión que ya pocos temas me suscitan. Pretendo explicar cómo un individuo de mi generación ha podido desarrollar sus virtudes - y sobre todo sus defectos - cívicos, en qué medida mi conciencia de ciudadano se ha visto condicionada por los años de escuela y Universidad, y de qué forma otros agentes de la enseñanza no reglada, la profesión, la empresa, la familia, los medios de comunicación, los viajes... han contribuido a ello. No porque mi experiencia sea modelo de ninguna otra, sino porque al fin y al cabo pertenezco a una generación singular, una generación compuesta de dos o tres generaciones en realidad, que protagonizó una de las etapas cruciales del siglo veinte en nuestro país: aquellos años en los que los españoles logramos abandonar nuestra condición de súbditos para devenir, en un plazo relativamente corto, en ciudadanos de pleno derecho. Ciudadanos, añado, no sólo de nuestro país sino de la vieja, mítica, anhelada y suspirada Europa.

André Danzin se ha encargado de demostrar, con eficacia y rotundidad, que la educación en nuestros días no pasa de ser un periodo de preparación para el autodidactismo. El saber se ha hecho cooperativo y parece ya claro que, en nuestras sociedades modernas, todos tenemos algo que aprender y todos tenemos algo que enseñar. El papel de la escuela, aun el de los estudios universitarios, se ha visto profundamente transformado por la capacidad de difusión del conocimiento que otros sistemas y medios de comunicación han adquirido, reduciendo su misión, o quizás ampliándola, por mejor decir, a elaborar y transmitir criterios, valores y referencias que permitan navegar al futuro autodidacta, con alguna seguridad, en el proceloso mar de la existencia. No solo, ni principalmente, para desenvolverse con garbo en actividades que entroncan con las disciplinas académicas sino, sobre todo, para hacerlo en su vida personal y social, pues como dice la UNESCO y muy bien subraya Ricardo Diez Hochtleiner "es indispensable asegurar una educación desde valores que contribuyan eficazmente a la convivencia democrática, a la tolerancia y a un espíritu de solidaridad y de cooperación, tanto más en un mundo en rápido y profundo cambio hacia la globalización en todos los campos".

Los alumnos españoles de primaria y bachillerato en los años cuarenta y cincuenta no disfrutamos, empero, de ese privilegio. Vivíamos en una España amachambrada por los dictados del Nacional-Catolicismo y los Principios, esenciales e inmutables, del glorioso Movimiento Nacional, de modo que nuestra formación como ciudadanos trataba de cimentarse en el uso de algunos manualillos, entre ellos uno muy famoso que se titulaba "El muchacho bien educado", y en el de determinados panfletos con forma de libro que explicaban una asignatura con el rimbombante nombre de Formación del espíritu nacional. Tuve el dudoso honor de recibir el primer cate de mi vida en dicha disciplina, allá por los inicios de la década de los cincuenta cuando, examinándome de primero de bachillerato en el Instituto de San Isidro, un funcionario sudoroso y de aburrido semblante me preguntó lo que era la patria. No había sido yo instruido suficientemente en las características de dicha dama y como todavía tampoco había aprendido, debido a mi corta edad, que el silencio es la mejor arma de la inteligencia, improvisé una respuesta según pude. "La patria es el lugar donde se nace" contesté con timidez. "¿Y si usted nace en un avión?", interrogó el cátedro con cara suficiente. "Pues el país sobre el que en ese momento vuela", añadí yo, dispuesto a no ceder. "Y si lo hace sobre el mar?", remató el otro. Yo no sabía aún lo de las aguas territoriales y me di por vencido. "No tiene usted ni idea" bramó entonces el maestro, "la patria es una unidad de destino en lo universal. ¿Comprende lo que eso significa? ¡Una unidad de destino en lo universal! o, como dice Ortega, un sugestivo proyecto de vida en común, pero me gusta más lo del destino en lo universal -puntualizó-, porque es de José Antonio". A pesar de que yo dije que sí, que comprendía todo eso muy bien y que no necesitaba mayor tiempo ni esfuerzo para asumir lo evidente y lógico de semejante proposición, me dejó para septiembre.

Lo del espíritu nacional -que en las postrimerías del franquismo, cuando el régimen quiso democratizarse y todo lo demás, fue sustituido por la formación cívica - se correspondía con los esfuerzos denodados de la dictadura por imbuir a los españoles de algunas doctrinas y principios coherentes con la estructura teórica del régimen gobernado por el Caudillo. Sutilmente éramos adoctrinados en nuestra condición de súbditos, plagados de responsabilidades y obligaciones, sin necesidad de hacer mayor referencia al universo de derechos y libertades que conformaban los estados democráticos. Un muchacho bien educado no era aquel capaz de ejercer soberana y libremente su albedrío sino el que cedía la parte interior de la acera a los mayores o se destocaba gentilmente ante las señoras. Recuerdo bien que aquel librito de instrucciones -que competía sin desdoro con el famoso Juanito- indicaba de forma muy precisa la forma adecuada de besarle la mano a una dama, siempre que estuviera casada, por supuesto, o el anillo a un obispo, con puntillosas explicaciones acerca de la inclinación de la cabeza, la inconveniencia de rozar la piel con los labios, la necesidad de no soltar saliva, y la distancia adecuada que debía guardarse. Nunca aprendí a hacer el gesto como es debido y todavía admiro hoy a esos caballeros del septentrión continental, capaces no solo de inclinarse con gentileza galante ante una bella, sino de mirarla profundamente a los ojos además. Como dice el refrán, nadie es perfecto. El caso es que, andando el tiempo, me encontré con complicaciones parecidas a estas cuando tuve que aprenderme el sistema reglado por las ordenanzas de Carlos III para el saludo a un general, según el cual, una vez divisado el sujeto, había que contar no sé si cinco pasos antes de llegar a cruzarse con él y saludarle durante todo ese rato marcialmente, mirándole a los ojos, como hacen los caballeros galantes con las señoras, sin dejar de andar. No tuve ocasión de experimentar mucho el método pero, en un par de veces que me acaeció la desdicha de verme obligado a intentarlo, se me trabucaron pies y manos de tal forma que a punto anduve de dar con mis huesos en el calabozo.

La formación ciudadana que adquirimos los niños del franquismo era muy pobre porque el concepto mismo de ciudadanía estaba en entredicho. La noción de exigencia frente a los poderes públicos, en la condición de votantes o contribuyentes, había desaparecido para los españoles, que no eran entonces ni lo uno ni lo otro. Teníamos muy claro que toda autoridad venía de Dios, única instancia habilitada, junto a la de la Historia, para pedir cuentas al Generalísimo, y por lo tanto la obediencia -en su doble versión joseantoniana, mitad monjes, mitad soldados- era el principal atributo al que debíamos aspirar en tanto que individuos integrantes de una sociedad. A las horas del recreo, antes de entrar en clase, habíamos de formar casi militarmente, cubriendo las distancias con nuestra mano respecto a las espaldas del compañero que teníamos delante, y era preciso avanzar por los pasillos de la escuela en silencio y con la cabeza más bien baja -baja del todo si se trataba de seminarios o colegios para pobres-. Hablando de pobres, todavía yo tuve oportunidad de acudir a alguna escuela que mantenía la tradición venerable de la doble puerta: la que daba acceso a los alumnos de pago y la que servía de entrada a los becarios, discriminados también en el comedor, en una versión cutre y provinciana del apartheid. El concepto de solidaridad se ejercía mayormente a través del ejercicio de la caridad cristiana, representada de forma objetiva por las donaciones permanentes a la Santa Infancia y las cuestaciones periódicas para el Domund. Estas las realizábamos blandiendo unas preciosas huchas de barro en forma de cabecita de negro, indio, chino, japonés o lapón. Agitábamos su semblante con energía frente a los paseantes callejeros y solicitábamos un óbolo para las misiones. Aquellos afortunados que lograban reunir veinticinco pesetas, al cabo de dos semanas de andar pidiendo, tenían derecho a quedarse con la hucha. Si el papá de uno era lo suficientemente rico, en poco tiempo podían reunirse las cabezas de una docena de salvajes, que lucirían poco después sobre cualquier mueble como auténticos trofeos de caza.

Olvidaba decir que aquel era un tiempo en que las edades y los sexos estaban tan rígidamente clasificadas como las clases sociales, o aún más. No había por supuesto colegios mixtos -salvo los extranjeros- y la relación con el sexo opuesto era difícil durante los años infantiles. La distribución de papeles sociales entre hombre y mujer quedaba perfectamente clara para todo el mundo. Las niñas apenas hacían deporte, hasta el punto de que contar con una campeona tenista de antes de la guerra, como Lilí Alvarez, o con una nadadora de excepción, como Monste Treserras, eran noticias absolutamente insólitas. Los niños que disfrutaban trasteando en el hogar recibían el cruel apelativo de cocinillas, a la par que suscitaban la aprensión frecuente de sus progenitores, no se les fuera a afeminar el chico. El establecimiento de un servicio social para las féminas, que practicaban así el aprendizaje de tareas domésticas, contribuyó a aumentar ese distanciamiento entre sexos. Estaba claro que las mujeres tenían una misión complementaria a la de los hombres. La sola idea de que las minorías -linguísticas, sexuales, religiosas o culturales, para qué hablar de las nacionales- tuvieran derechos dignos de protección era absolutamente extraña a aquel mundo, tan lejos de la democracia que creía que ésta se reducía al gobierno de la mayoría, cosa que por otra parte tampoco estaba dispuesto a practicar el régimen. La indumentaria servía también para marcar nítidas fronteras temporales entre la segunda infancia y la adolescencia, momento en que era permitido a los hombres abandonar el pantalón corto por otro largo o, al menos, por un bombacho -hay que tener en cuenta que, en aquella época, no existían en España los vaqueros, blue jeans o como quieran llamarles-, que lograban tapar por fin los ofensivos pelos de las piernas de muchos treceañeros. Este era el instante adecuado para abandonar la práctica de pedir por las misiones y dedicarse a tareas sociales más complejas, como visitar los barrios obreros e impartir la catequesis. A finales de los años cincuenta, comenzó un éxodo masivo desde las zonas más deprimidas de España hacia las grandes capitales como Madrid o Barcelona. Todavía había bolsas de hambre en no pocas zonas de nuestra geografía y las gentes emigraban en busca de trabajo. Los cinturones de las ciudades se poblaron de casas bajas, infraviviendas sin ningún tipo de servicios, que dieron albergue durante años a decenas de miles de personas. Uno de esos barrios periféricos se había desarrollado de forma espectacular en las inmediaciones del cementerio del Este y a él acudía yo, los domingos por la mañana, provisto de unas cuantas bolsas de comida que repartía por las chabolas antes de dedicarme a enseñar el credo y los diez mandamientos a un grupito de rapaces con los mocos colgando. Estos recitaban las oraciones de carrerilla a cambio de un puñado de caramelos que algunos pretendían se trocaran, de vez en cuando, en un cigarro de anisillos. Las clases se desarrollaban en un instituto público erigido en homenaje a Onésimo Redondo, uno de los fundadores del fascismo español, cuyo nombre lleva hoy su pueblo natal, el hoy famoso Quintanilla de Onésimo, adonde cada año acude nuestro actual presidente Aznar en una especie de viaje iniciático con el que inaugura el curso político. Yo repartía los paquetes de comida en compañía de un amigo, de familia tan acomodada que no solo contaba con coche, sino también con conductor. A veces era el chófer el que nos acercaba hasta la periferia, con lo que podíamos transportar más bolsas de garbanzos de las habituales. Estas las preparábamos durante la semana, en las horas de los recreos, encerrados en un pequeño almacén de los sótanos del colegio que regentábamos los propios alumnos, lo que nos permitía desplegar nuestro incipiente orgullo de futuros ejecutivos. Llamábamos al recinto, significativamente, el cuarto de pobres y en él íbamos apilando el queso anaranjado y la leche en polvo que los americanos enviaban para saciar el hambre española, en cumplimiento de los tratados bilaterales sobre las bases, amén de las féculas y legumbres que las familias de los estudiantes hacían llegar con regularidad.

Todas esas cosas respondían a un mismo criterio, a un empeño decidido de compartimentar la sociedad entre los que tenían y los que no, los que enseñaban y los que aprendían, los que mandaban y los que ejecutaban las órdenes, los que habían ganado la guerra y los que temían que pedir perdón cada día por haberla perdido, amén de purgar su derrota. Era una España humilde, reprimida y ordenada la que conocíamos, un país donde todo estaba en su sitio y todos teníamos un lugar reservado, para mandar o para obedecer, con tal de no salirnos del raíl. Una nación de súbditos en la que el poder apenas recibía contestación de ningún género y en la que las virtudes cívicas se confundían, entrelazaban, apelmazaban, con las recomendaciones de la moral cristiana o del espíritu castrense. La religión ocupaba un lugar importante en nuestras vidas y en la construcción de la sociedad en la que debíamos aprender a convivir. Los curas llevaban sotana, manteo y teja; cuando se desprendían de esta, lucían una tonsura formidable y perfecta que haría hoy las delicias de muchos aficionados al piercing. Las monjas ocupaban considerable espacio en las aceras debido a sus voluminosas sayas. Siempre de dos en dos, como marchaban, con aquellas tocas almidonadas y albas, parecían personajes arrancados de los lienzos de Velázquez. Los obispos vestían capas formidables y usaban coche oficial con banderín. En las zonas rurales la imagen del párroco desparramaba su autoridad bajo el bonete, pero hay que decir que éste no podía competir, ni en simbolismo ni en poder real, con los tricornios de los civiles, soportados por aquellos capotes gigantescos y pesados que les protegían contra la escarcha en las madrugadas pasadas a la intemperie. Era un mundo antiguo, en el que el pueblo viajaba en la tercera clase de los ferrocarriles, los bikinis no se habían inventado, los hombres usaban trajes de baño con tirantes, los maestros hacían aprender las lecciones a base de regletazos en la palma de la mano, u obligaban a callar a los alumnos revoltosos lanzándoles el borrador contra la cabeza, las radios daban todas el mismo noticiario y la televisión solo balbuceaba (eso, a partir del final de los cincuenta), en blanco y negro y en directo, un par de horas por la tarde para los muy pocos afortunados que podían verla. Todavía Fidel Castro no había entrado en La Habana, Juan XXIII no ocupaba el trono de San Pedro, Kennedy no había ganado las elecciones a presidente y sólo unos pocos años antes habíamos perdido las colonias del norte de Marruecos. Era una España pobre, analfabeta y atemorizada. ¿Qué tipo de ciudadanos podían formarse en ella?

La ausencia de televisión reunía a las familias en torno a la radio. En las tardes de invierno, los culebrones de la Sociedad Española de Radiodifusión escandalizaban a la sociedad bienpensante con historias secretas de matrimonios divididos e hijos bastardos. Los adolescentes también consumían su ración de radionovela. Las historias galácticas de Diego Valor y las del lejano oeste protagonizadas por el Coyote o los Dos Hombres Buenos, iban cincelando la conciencia épica de los españoles, convenientemente adobada por las efemérides de la guerra civil, o el regreso del Semiramis con los presos de la División Azul que fueron repratriados de Rusia. Mientras, el show business se hacía presente con las representaciones de El Aguila de Fuego a cargo de Celia Gámez en el Reina Victoria o el Martín.

La lectura ofrecía, por lo demás, un refugio excelente frente al tedio de los medios de comunicación. Autores como Miguel Hernández, Lorca o Machado -don Antonio- eran desde luego muy mal vistos por la dirigencia política, que no dudaba en censurarlos, mientras al hermano del creador de Juan de Mairena se le promovía activamente desde la Delegación de cultura del Movimiento, apodándole sin tapujos como Machado el bueno. La censura prohibía la edición e importación de libros, todavía apoyándose muchas veces en el Indice del Santo Oficio, y no había colegio que se preciara que no tuviera un tomo de éste a mano para ser consultado en caso de duda. A finales de los cincuenta yo me servía de dichas facilidades, como de las calificaciones de las películas (1,2,3, 3-R y gravemente peligrosa) para asegurarme del interés que ofrecían. A mayor grado de prohibición, se suscitaba en mí un más grande apetito de conocer aquellos vedados frutos del árbol de la sabiduría. Pero los censores, obsesionados mayormente con las expresiones sexuales y los ataques a la Cruzada nacional o a la religión católica, dejaban pasar impunemente obras tan corrosivas como Guillermo Brown o Alicia en el País de las Maravillas, y versiones bastante correctas de los Tres mosqueteros o Dick Turpin que, junto al futurismo de Julio Verne o las aventuras de Salgari conformaron el universo literario de mi infancia. Alguno de esos libros, como Alicia, se convertiría luego en una obra de culto de la progresía más clásica.

No es mi propósito, ya lo he dicho, atosigarles -¿o quizá les entretengo?- con mi mediocre memoria personal, ni tampoco hacer una crónica de las miserias y triunfos que este país conoció hace medio siglo. Solo trato de explicar, a través de hechos concretos, en qué consistía el concepto imperante de ciudadanía, para el que la escuela y las familias preparaban entonces a los niños. Era un mundo fuertemente marcado por las convicciones, los dogmas y los criterios morales del catolicismo previo al concilio Vaticano II y por las doctrinas totalitarias del régimen político. Un mundo sin libertad, sin creatividad, sin responsabilidad. Un mundo en el que antes de ser formados fuimos manipulados hasta el extremo, en el que nuestros maestros eran incapaces de predecir el futuro porque bastante tenían con sobrevivir y asimilar el presente. No era todo malo en él, ni mucho menos. Pienso que, si muchas de las normas de comportamiento que entonces parecían indiscutibles se hubieran salvado del aluvión posterior de modas y revueltas, la tercera edad tendría un mejor y mayor reconocimiento ahora entre nosotros, el tráfico sería más civilizado, los retretes públicos más limpios y los restaurantes menos ruidosos. Estas cuestiones algunos las consideran marginales al concepto mismo de ciudadanía, pero a mi ver en ellas reside uno de los índices más evidentes del nivel de civismo y de la tolerancia y la capacidad de convivencia que alberga una comunidad. Pero, en su conjunto, este era un pueblo con deberes y sin derechos, por más que el franquismo se esforzara en crear un universo jurídico complicado y farragoso. Constituíamos una colectividad de súbditos, no de ciudadanos, en la que el sistema de enseñanza reglada te instruía en la tabla de multiplicar o la Historia Sagrada, pero en absoluto preparaba a los jóvenes para enfrentarse con la vida fuera del panorama estrictamente custodiado de las normas vigentes, aplicadas con mano de hierro. Era también, y por razones obvias, un mundo cerrado al exterior, en el que los pasaportes se concedían viaje a viaje, las divisas se compraban en el Rastro, el segundo idioma de las clases pudientes era el francés, y uno podía hacer el bachillerato de pe a pa sin que nadie le hablara de Joyce o de Picasso. El mundo, al fin y al cabo, en el que se formó, a la fuerza ahorcan, la clase política a la que tocó dirigir décadas después la famosa transición a la democracia. Imposible imaginar que estas experiencias de sus años escolares no contribuyeran también con su influencia al sentido de las políticas que aplicaron.

El fermento del cambio, la metamorfosis de súbditos en ciudadanos, comenzó por la Universidad y por las playas. La primera fue el escenario, durante gran parte de la década de los sesenta y definitivamente en los últimos años del franquismo, de las principales corrientes de modernización y cambio de nuestra vida social y política. Las segundas, convertidas en centro de atracción del turismo europeo, acabaron por constituir una especie de puerta falsa por la que penetraron costumbres y hábitos que contradecían abiertamente las doctrinas imperantes respecto al concepto mismo de ciudadanía. Paralelamente, el fortalecimiento del movimiento sindical, motivado tanto por las corrientes migratorias hacia Europa como por la decisión del partido comunista de infiltrarse en el aparato del sindicalismo vertical, y la renovación interna de la Iglesia católica, fruto de las conclusiones del concilio Vaticano II, conformaron un universo de protesta o, cuando menos, disensión que habría de fermentar en la instauración de una auténtica conciencia ciudadana. Los medios de comunicación, singularmente las editoriales de libros y los periódicos, se inscribieron también, peor que mejor, en esa órbita, aprovechando los resquicios de permisividad que podían encontrarse a partir de la publicación de la ley Fraga sobre la Prensa, en 1966. La escuela primaria y secundaria se mantuvo todavía neutral durante un tiempo, pero la reforma Villar Palasí permitió una actualización de sus estructuras y una extensión de sus actividades que facilitaron más de lo que ahora es reconocido el aggionarmento de la enseñanza en nuestro país. En ésta, durante toda la década de los sesenta se desarrolla un proceso creciente de laicización, probablemente no querido por el estado ni mirado con satisfacción alguna por los sectores más retrógrados del catolicismo, pero que encontró sus mejores alianzas en la voluntad autónoma de los grupos sociales y en la creación de una clase intelectual medianamente organizada.

Desde mi punto de vista, es fundamentalmente la apertura al exterior, a través del turismo y de la emigración laboral al Europa, la que contribuye de modo decisivo a cambiar la sensibilidad individual y colectiva de los españoles respecto a sus derechos y obligaciones. La ruptura de los sellos que enclaustraban las corrientes culturales del país, el mayor número de intercambios con los centros políticos e intelectuales del continente, el impulso al diálogo cristiano-marxista auspiciado por el buen papa Juan, la desaparición de los mitos sobre la familia y la patria y la aparición de una pujante clase media, instalada en un discreto nivel de bienestar económico, trastocaron por completo los comportamientos tanto del pueblo llano como de las clases dirigentes. Incluso en los episodios de corrupción administrativa y política puede percibirse dicho cambio de signo. Mientras el enriquecimiento ilícito de los gobernantes durante los años cuarenta y cincuenta se hizo a base del estraperlo y el comercio con las licencias de importación, la década de los sesenta se cierra con el estallido del escándalo Matesa, un robo organizado en torno a los sistemas oficiales de subvención... ¡a la exportación!.

El caso es que, en medio de serias dificultades, a veces dramáticas, y con la complicidad o la colaboración no siempre consciente de sectores del llamado franquismo aperturista, los españoles caminábamos, a paso de tortuga y con espíritu vacilante, hacia el encuentro con nuestra condición de ciudadanos en medio de audibles lamentos por nuestro distanciamiento de los regímenes políticos y estructuras sociales de las naciones más desarrolladas. Europa se convirtió, así, en una especie de obsesión nacional. Frente al que inventen ellos de Unamuno -y a pesar de que la influencia del profesor vasco fue grande entre las generaciones de la época- la solución europea de Ortega se alzaba entre las ofertas de futuro para la convivencia española como la única deseable. La mismas resistencia de las instituciones europeas a alcanzar acuerdos, que no fueran estrictamente comerciales, con el régimen de la dictadura ponía de relieve que el proceso de unidad del continente se refería a cuestiones más delicadas y profundas que el tamaño de las manzanas reinetas o el punto de maduración del plátano canario. Los españoles querían ser europeos porque se sentían europeos, porque entendían que su cultura, su pasado, su tradición y su concepto mismo de la existencia se inscribían en el legado histórico y existencial de Europa.

Pero España no sólo era un país aburrido, enfermedad contra la que el turismo y el desarrollo económico lucharon con éxito. Era también un país dividido y asustado. La obsesiva propaganda del franquismo en torno a los eventos de la lucha fratricida que enfrentó a nuestros padres y abuelos en la primera mitad del siglo hizo que los efectos y el espíritu de la contienda se prolongaran casi sin matices, hasta la muerte del dictador. No obstante, frente a las versiones oficiales que se empeñaban en mantener viva la llama del odio, la sociedad comenzó a generar, de forma casi autónoma, un anhelo de tolerancia, quizás arrastrados sus individuos por la tendencia, también reconocible, hacia la comodidad. Todos estaban cansados de ser un país en guerra, incluso los que la habían ganado. El relativo bienestar económico llevó a pensar a las clases obreras y medias que, al fin y al cabo, ahora sí tenían algo que perder, caso de originarse una nueva catástrofe como la guerra civil, con lo que las incitaciones a la protesta revolucionaria obtenían más bien poco eco. Por su parte, las clases dirigentes, los vencedores de la contienda y administradores de lo que enfáticamente se llamaba la paz de España, sentían una creciente vergüenza de su propio aislamiento respecto al mundo exterior y de su incapacidad para homologar el país con el resto de los de su entorno. La década de los sesenta resultó fundamental en este proceso, en el que la mitología de Europa nos inundaba por doquier mientras los deseos de reconciliación civil se hacían cada vez más patentes, hasta el punto de que, muchos años antes de morir, Franco se había vuelto un estorbo incluso para gran parte de los franquistas.

Fue probablemente el signo de la tolerancia, frente al radicalismo del gobierno a la hora de aplicar la represión cultural, política, religiosa, sindical o de cualquier otro género, lo que más sedujo a las jóvenes generaciones que emergían de la Universidad por aquella época, incitando su ánimo rebelde tras los acontecimientos en los campus universitarios de Berlín, la Sorbona o Berkeley. Pese a los denodados esfuerzos de la dictadura para evitar contaminaciones con sucesos de ese género, la revuelta estudiantil protagonizó ampliamente la década. La Iglesia Católica también colaboró activamente en el proceso. Gobernada por la mirada benévola del papa Juan, primero, y luego por el ceño incisivo del papa Montini, un hombre atormentado pero fiel a sus deseos de modernidad, y odiado por el régimen franquista y sus acólitos, los conventos y los templos españoles, las organizaciones de jóvenes y obreros católicos, se convirtieron en albergues para la protesta, probablemente los únicos que ofrecían alguna cobertura legal a los disidentes.

El común denominador de aquella época, para quienes se situaban voluntariamente fuera del concepto oficial de ciudadanía y para muchos que convivían azarosamente con él, fue el diálogo, la tolerancia. Y aunque es verdad que el miedo paralizaba con frecuencia la iniciativa de las gentes, el empleo brutal y frecuente de la fuerza pública no sirvió para detener esos anhelos de libertad. Antes bien, los avivó y alentó en el corazón de muchos.

Los españoles que hicimos la transición política somos fruto de esta pulsión, de un deseo profundo, vital y recurrente por encontrar ámbitos de tolerancia, por desterrar el fanatismo en el que nos intentaron educar, por renunciar a la existencia de una verdad única e impuesta y proteger el derecho a la búsqueda, a la indagación de las muchas verdades, por desistir del empleo de la violencia como método de resolución de los conflictos y abogar por el diálogo, la discrepancia, la discusión hasta el enojo, si es preciso, preservando la libertad en la expresión que no ha de estar reñida con las buenas maneras.

Permítanme un comentario añadido sobre esta cuestión de las buenas maneras, o la buena educación, que entronca risueñamente con aquel manualillo al que al principio de la disertación me refería (El muchacho bien educado). Durante unos encuentros en Oxford, presididos por sir Ralph Darhendorf, a quien ustedes tendrán el placer de escuchar en la clausura de este ciclo de conferencias, se preguntaba el historiador Elliott J.H cuándo sería que comenzó el tuteo masivo entre los españoles, tuteo del que hoy somos víctimas hasta extremos inconcebibles, y del que, en opinión de Elliott y en la mía, se han derivado males peores para nuestra convivencia. No he hecho yo ninguna investigación científica al respecto, ni conozco a nadie que lo haya intentado, pero recuerdo que mis abuelos se trataban de usted entre ellos, que a mí los profesores se abstenían de tutearme, que durante la república Julián Besteiro era don Julián Besteiro, y Manuel Azaña don Manuel Azaña, lo mismo que Unamuno resultó ser don Miguel. Supongo yo, sin mayor prueba a mi favor que la mera intuición, que la prolijidad tuteadora emana de las ínfulas revolucionarias de los camaradas de cualquier especie, del compañerismo enfervorizado por la ideología, fuera fascista o comunista, e impuesto definitivamente en España por las fórmulas bravuconas de la Falange triunfadora. El empleo masivo del tuteo parece haber querido constituir un empeño insolente por proclamar la igualdad de todos a base de rebajar a la mayoría, (un fenómeno parecido podemos encontrar en el Israel de hoy, quizá por lo mismo, porque en la construcción de un país nuevo basado en la igualdad, ésta quiere comenzar mostrándose por lo más evidente y lo menos costoso). Pero la evolución del término entre nosotros ha resultado curiosa. Antes, los señoritos y terratenientes se llamaban de usted entre ellos mismos y tuteaban a los criados como el rey tutea todavía, por privilegio que a mi juicio debería revisar el protocolo de palacio, a los españoles. Ahora los poderosos se tutean entre sí pero mantienen normalmente las distancias del usted con sus empleados, sus servidores o las clases bajas. En cualquier caso, lo cierto es que el franquismo protagonizó, con toda seguridad de forma involuntaria, una extensión de los malos modales, que acabaron por constituirse en un reflejo parvo y demagógico de los anhelos de democracia. Mi generación fue víctima singular de este deterioro respecto a las normas de educación burguesa, a veces no tan burguesa como creíamos: no hemos sido enseñados los españoles a escuchar, ni tampoco a hablar, somos pésimos oradores, tanto en privado como en público, machacamos la dicción, nos manifestamos como discutidores abroncados, nunca dispuestos a oír las razones ajenas y siempre propicios a imponer las nuestras a base de vociferaciones, atronamos los lugares públicos con nuestras carcajadas, somos indisciplinados en las colas, poco rigurosos en los horarios, desordenados tanto en el ocio como en el trabajo. No discuto los aspectos lúdicos y atrayentes que un comportamiento ciudadano así sugiere, ni pretendo dedicar la represión de los sentimientos hasta los límites que otros sistemas de educación, como el británico, practican. Sin embargo, la pérdida de las maneras, en el diálogo, en el intercambio de conocimientos, en las relaciones sociales y familiares, supone también una erosión de la cultura y un handicap considerable a la hora de construir la convivencia. La educación burguesa que huye de la cursilería es reflejo y consecuencia de un sentimiento de respeto hacia los demás, de una aceptación natural y consuetudinaria del hombre como ser social, y sirve también a la configuración de una ciudadanía democrática.

Pero si nosotros fuimos víctimas de la procacidad de los modales, pudimos escapar mejor que nuestros hijos a la procacidad de las palabras. Tenemos derecho a preocuparnos por la pobreza de vocabulario que utilizan los jóvenes de hoy y que enlaza directamente con la escasez de lecturas. Quizá porque no teníamos televisión, el cine era caro y escaso, y muchos libros estaban prohibidos, la voracidad lectora de las clases alfabetizadas de mi generación contrasta con la indiferencia hoy creciente hacia la cultura del libro. Para el franquismo, la lectura era un acto peligroso, para la democracia, comienza a convertirse en un hecho raro. Pero la circulación de las ideas, en cualquiera de sus formas, ha constituido secularmente la mejor de las garantías contra los excesos del poder. La pobreza en el lenguaje de que hacen gala hoy tantos adolescentes no puede confundirse con una moda pasajera, su escasez de vocabulario constituye una carencia seria a la hora de expresarse y es consecuencia directa de su poca afición a la lectura.

Ya en plena transición democrática, y durante los años posteriores de normalización política, era de esperar que la enseñanza reglada se incorporara plenamente a la creación y difusión de los valores de referencia a los que antes aludía: el diálogo, el intercambio, y la tolerancia. Hay que reconocer que mucho se ha adelantado en algunos de estos aspectos y que, al margen de las polémicas sobre las nuevas leyes enfatizadas desde criterios especializados o profesionales respecto a los que me considero lego, y por lo tanto incapacitado para discutir, mi curiosidad de hombre de la calle y mi responsabilidad de padre de familia me han acercado al reconocimiento de los avances positivos que en educación se han dado en las dos últimas décadas. Gracias al esfuerzo constructivo y de universalización de la educación primaria y secundaria que la UCD y el PSOE llevaron a cabo, gracias a los impulsos de modernización de los gobiernos posteriores y gracias a la cooperación de muchos enseñantes a la hora de democratizar el gobierno de los centros y obtener una mayor participación de los padres en la actividad de los mismos, aunque ésta es una cuestión todavía no bien resuelta. Lo que antes era excepción -la enseñanza mixta-, se ha convertido en norma, y la sociedad se muestra mucho más interesada por el futuro de la educación y por el papel de la enseñanza reglada en la formación ciudadana, lejos ya de los mitos y las obsesiones que algunos tuvimos que sufrir en la infancia. La incorporación a los planes de estudio de los llamados ejes transversales es una aportación añadida a la modernización del sistema. Pero no todo son triunfos, la atomización de criterios, extremada a veces hasta el absurdo, fruto de un mal entendimiento del estado de las autonomías y la utilización política de la cuestión lingüística en las comunidades históricas convierte con demasiada frecuencia a las escuelas en campos de batalla electoral. Para no hablar de la diferente y diversa interpretación de la historia de España, y hasta de la geografía, según la latitud en que haya de estudiarse.

Llega la hora de concluir. No sé si este recorrido, impresionista y un poco caótico, por las fuentes de mi ciudadanía, de mi experiencia acumulativa como poblador social de este rincón del mundo, pueda servir de algo, más allá del divertimento o de la curiosidad. Pienso que mas que hablarles a ustedes de la educación que queremos, como era mi mandato, me he puesto a explicarles la que no queremos o la que no hubiéramos querido si hubiésemos podido optar. Sí puedo decir, en cambio, que la mía en resumen se trata de una historia vulgar y repetida, pero no por eso totalmente despreciable: es la historia de todos aquellos que crecimos y nos formamos ejercitando una impenitente y terca curiosidad, poniendo a prueba, diariamente, nuestra capacidad de asombro. Ésta, y nuestros deseos de tolerancia, constituyen la médula del comportamiento de lo que bien podríamos llamar la generación del Rey. No estoy seguro de que hayamos avanzado suficientemente luego en idéntico sentido. Antes bien pienso, que desde hace casi una década, este país protagoniza, a manos de la derecha política y de las reacciones contrarias que suscitan sus dicterios, una vuelta a los doctrinarismos de café, muy peligrosa para la consolidación del proyecto de convivencia que la transición democrática supuso. La pasión con la que se abrazan al olvido de nuestro pasado quienes pretenden presentarse como garantes de nuestro futuro supone un indicio más, y muy preocupante, de eso que yo llamo el fundamentalismo democrático y que consiste en creer que, efectivamente, hay una democracia pura, auténtica, impoluta y redonda, una democracia total y perfecta, una especie de totalitarismo democrático del que los infieles, los errados, los corruptos, serán expulsados en nombre de la verdad y de la lucha contra el pagano. Cuando la democracia es conflicto, disensión, duda y búsqueda frente al doctrinarismo ambiente, que nos machaca a diario desde sus tribunas, aleccionándonos sobre lo que es bueno y lo que no. Hoy, felizmente, hemos abandonado nuestra condición de súbditos, a la que durante décadas nos sometió el franquismo. Somos ciudadanos de la Europa Unida, precisamente renunciando a radicalismos falaces y a dogmas de fe política. Podemos y debemos satisfacernos por ello. Pero no es posible olvidar que la sociedad, como el hombre, nació del barro. Son millones de granos de arena los que construyen la democracia mezclados con el limo del libre albedrío y de la contradicción. Solo es posible que el mortero fragüe si aceptamos que la construcción de una sociedad en paz no se hace como una historia de buenos y malos, no es una película del oeste, sino que demanda el esfuerzo constante de cada uno en la búsqueda del otro. Desde la discrepancia, desde la tolerancia, desde la libertad.

Juan Luís Cebrián

 
 

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