| DOTAR DE SENTIDO SOCIAL A LA U.E. (Pierre Bourdieu).
 
 Cuando se habla de Europa es incluso difícil ser simplemente escuchado. 
              El espacio periodístico, que filtra, intercepta e interpreta todas 
              las expresiones públicas según su lógica más típica, la de "estar 
              a favor" o "en contra" y la del "todo o nada", intenta imponer a 
              todos la opción débil que es la que le han impuesto a él: estar 
              a favor de Europa, es decir ser progresista, abierto, moderno, liberal; 
              o no serlo y estar condenado por tanto al arcaísmo, al pasotismo, 
              al pujadismo, al lepenismo y hasta al antisemitismo... Como si no 
              hubieses otra opción legítima que la adhesión incondicional a Europa 
              tal como es, es decir reducida a un Banco y a una moneda única, 
              y sometida al imperio de la competencia y el mercado sin límites... 
              Pero no hay que creer que para escapar de verdad a esta alternativa 
              basta con invocar una "Europa social".
 Quienes, como los socialistas franceses, han recurrido a este señuelo 
              retórico no hacen más que llevar a un grado mayor de ambigüedad 
              las estrategias de tergiversación política del "social-liberalismo" 
              a la inglesa, este thatcherismo apenas reprimido que cuenta para 
              venderse con la utilización oportunista de la simbología, mediáticamente 
              reciclada, del socialismo. De esta manera, los socialdemócratas 
              que están actualmente en el poder en Europa están contribuyendo, 
              en nombre de la estabilidad monetaria y del rigor presupuestario, 
              a liquidar los logros más admirables de las luchas sociales de los 
              dos últimos siglos: universalismo, igualitarismo (con los distingos 
              jesuíticos entre igualdad y equidad) o internacionalismo; y la destrucción 
              de la esencia misa de la idea o del ideal socialista, es decir, 
              grosso modo, la ambición de salvaguardar por medio de una acción 
              colectiva y organizada las solidaridades amenazadas por las fuerzas 
              económicas.
 Para ellos que juzguen excesivo este planteamiento se pueden plantear 
              algunas cuestiones: ¿No es significativo que, en el momento mismo 
              en que se ha producido casi simultáneamente su acceso a la dirección 
              de varios países europeos, en los que se ha abierto a los socialdemócratas 
              una oportunidad real de concebir y de conducir en común una verdadera 
              política social, no se les haya ocurrido explotar las posibilidades 
              específicamente políticas que se les ofrecen, tanto en materia fiscal, 
              como en materia de empleo, de intercambios económicos, de derecho 
              al trabajo, de formación o de una política social de viviendas? 
              ¿No es sorprendente y revelador que ni siquiera hayan intentado 
              proporcionar los medios para oponerse al proceso, ya muy avanzado, 
              de destrucción de los logros sociales del Estado de bienestar, por 
              ejemplo, instaurando en el seno del espacio europeo, normas sociales 
              comunes, especialmente, en materia de salario mínimo (modulado racionalmente), 
              de tiempo de trabajo o de formación profesional de los jóvenes, 
              con lo que se conseguiría evitar que Estados Unidos siguiese manteniendo 
              el estatus de modelo indiscutido que le confiere la doxa académica?
 
 En primer término parece chocante que aparezca como objetivo inicial 
              la necesidad de favorecer el funcionamiento de los "mercados financieros" 
              antes que la de controlarlos con una visión social y con medidas 
              colectivas, tales como la instauración de una fiscalidad sobre el 
              capital (incorporada antes a sus programas electorales, o la reconstrucción 
              de un sistema monetario capaz de garantizar la estabilidad de las 
              relaciones entre las economías. ¿Y no es particularmente difícil 
              de aceptar que el exorbitante poder de censura de las políticas 
              sociales que se ha acordado, fuera de cualquier control democrático 
              a los "guardianes del euro" (tácitamente identificados con Europa), 
              prohiba financiar un gran programa público de desarrollo basado 
              en la instauración decidida de un conjunto coherente de "leyes de 
              programación" europeas, especialmente en los sectores de la educación, 
              de la salud y de la seguridad social, lo que conduciría a la creación 
              de instituciones transnacionales dedicadas a sustituir progresivamente, 
              al menos en parte, a las administraciones nacionales o regionales, 
              que la lógica de una unificación sólo monetaria y mercantil condena 
              a entrar en una concurrencia perversa?
 Dada la parte ampliamente preponderante de los intercambios intraeuropeos 
              en el conjunto de los intercambios económicos de los diferentes 
              países de Europa, los gobiernos de esos países podrían poner en 
              marcha una política común enfocada al menos a limitar los efectos 
              más nocivos de la concurrencia intraeuropea (especialmente los del 
              dumping social) y oponer una resistencia colectiva a la competencia 
              de las naciones ricas no europeas y, en particular, respecto a las 
              conminaciones norteamericanas, poco conformes la mayoría de las 
              veces con las reglas de la concurrencia pura y perfecta que, se 
              supone, protegen. Todo eso en lugar de invocar el espectro de la 
              "mundialización" para hacer pasar, en nombre de la libre competencia 
              internacional, el programa represivo en materia social que la patronal 
              no ha cesado de imponer desde mediados de los años setenta, tanto 
              en los discursos como en las prácticas (reducción de la intervención 
              pública, mobilidad y flexibilidad de los trabajado- 1-es -COfl la 
              desregulación y la precarización de la normativa, la revisión de 
              los derechos sindicales y la flexibilización de las condiciones 
              de despido-, ayuda pública a la inversión privada a través de una 
              política de ayuda fiscal, reducción de las cargas patronales, etcétera). 
              En resumen, haciendo apenas nada en favor de la política que declaran 
              profesar, incluso cuando se han reunido todas las condiciones para 
              que pudiesen realizarla, demuestran claramente que en realidad no 
              quieren aplicar dicha política.
 
 ¿Cómo movilizar?
 La historia social enseña que no hay política social sin un movimiento 
              social capaz de imponerla (y que no es el mercado, corno se intenta 
              hacer creer hoy, sino el movimiento social el que ha "civilizado" 
              la economía de mercado, contribuyendo en gran parte a su eficacia). 
              En consecuencia, la cuestión, para todos los que quieren oponer 
              realmente una Europa social a una Europa de los Bancos y de la moneda, 
              flanqueada con una Europa policial y penitenciaria (ya muy avanzada) 
              y con una Europa militar (consecuencia probable de la intervención 
              en Kosovo), es saber cómo movilizar a las fuerzas capaces de alcanzar 
              ese fin y a qué instancias hay que pedir ese trabajo de movilización. 
              Se piensa evidentemente en la Confederación Europea de Sindicatos 
              (CES), que acaba de acoger a la CGT francesa. Pero nadie discutirá 
              a especialistas, como Corinne Gobin, que muestran cómo el sindicalismo, 
              tal como se manifiesta en el entorno europeo, se comporta ante todo 
              como "socio" deseoso de participar con decoro y dignidad en la gestión 
              de los asuntos manifestándose como un lobby moderado, conforme a 
              las normas del "diálogo" tan caro a dirigentes como Jacques Delors. 
              Y habrá que estar de acuerdo que no ha hecho gran cosa para dotarse 
              de los medios organizativos necesarios para oponerse a la voluntad 
              de la patronal (organizada, esta sí, en la Unión de Confederaciones 
              de Industria y de Empresarios de Europa (UNICE), y dotada de un 
              grupo de presión potente, capaz de dictar su voluntad en Bruselas) 
              y de imponer, con las armas ordinarias de la lucha social, huelgas, 
              manifestaciones, etcétera, verdaderos convenios colectivos a escala 
              europea.
 No pudiendo pues esperarse de la CES, al menos a corto plazo, que 
              agrupe a un sindicalismo militante, hay que considerar en primer 
              lugar, aún provisionalmente, la capacidad de los sindicatos nacionales. 
              Sin ignorar en cualquier caso los inmensos obstáculos a la verdadera 
              conversión que sería necesario llevar a cabo para escapar, desde 
              la perspectiva europea, a la tentación tecnocrático-diplomática, 
              y desde las perspectivas nacionales, a las rutinas y a las formas 
              de pensamiento que tienden a encerrarles en los límites de la nación. 
              Y eso en un momento en que, especialmente bajo el efecto de la política 
              neoliberal y de las fuerzas de la economía abandonadas a su lógica 
              (por ejemplo, con la privatización de muchas grandes empresas y 
              la multiplicación del "trabajo basura" limitado la mayoría de las 
              veces a los servicios, temporal y a tiempo parcial, interino y a 
              veces a domicilio), O, las bases mismas de un sindicalismo participativo 
              y militante están amenazadas, como lo atestiguan no sólo la caída 
              de la tasa de sindicalización, sino también la débil participación 
              de los jóvenes (y sobre todo de los jóvenes salidos de la inmigración) 
              que suscitan tantas inquietudes, y que nadie -o casi nadie- intenta 
              movilizar en este frente.
 El sindicalismo europeo, que tendría que ser el motor de una Europa 
              social, está pues por inventar, y esto no puede hacerse más que 
              al precio de una serie de rupturas más o menos radicales: rupturas 
              con los particularismos nacionales, o nacionalistas, con algunas 
              tradiciones sindicales, siempre encerradas en los límites de los 
              Estados, de los que esperan una gran parte de los recursos indispensables 
              para su existencia y que definen y delimitan lo que se juegan y 
              el espacio de sus reivindicaciones y de sus acciones. Ruptura con 
              un pensamiento conciliador que tiende a desacreditar el pensamiento 
              y la acción crítica y a valorar el consenso social hasta el punto 
              de animar a los sindicatos a compartir la responsabilidad de una 
              política que busca conseguir que los subordinados acepten su subordinación. 
              Ruptura con el fatalismo económico, que estimulan no sólo el discurso 
              mediático-politico sobre las necesidades ineludibles de la globalización 
              y sobre el imperio de los mercados financieros (detrás de los que 
              a los dirigentes políticos les gusta disimular su libertad de opción), 
              sino también la práctica de los gobiernos socialdemócratas que, 
              al prolongar o al reconducir en lo esencial la política de los gobiernos 
              conservadores, muestran esa política como la única posible. Ruptura 
              con un neoliberalismo hábil al presentar las exigencias inflexibles 
              de contratos de trabajo leoninos bajo las apariencias de la "flexibilidad" 
              (por ejemplo las negociaciones sobre la reducción del tiempo de 
              trabajo y sobre la ley de las 35 horas, que juegan con todas las 
              ambigüedades objetivas de una relación de fuerzas cada vez más desequilibrada 
              debido a la generalización de la precariedad y a la inercia de un 
              Estado más inclinado a ratificarla que a ayudar a transformarla). 
              Ruptura con el "socialiberalismo" de gobiernos inclinados a dar 
              a las medidas de desregulación favorables a un reforzamiento de 
              las exigencias patronales la apariencia de conquistas inestimables 
              de una verdadera política social.
 Ese sindicalismo renovado debería hacer un llamamiento a los agentes 
              movilizadores, animados de un profundo espíritu internacionalista 
              y capaces de superar los obstáculos ligados a las tradiciones jurídicas 
              y administrativas nacionales y también a las barreras sociales interiores 
              en la nación, las que separan las ramas y las categorías profesionales, 
              y también de género, de edad y de origen étnico. Es paradójico que 
              los jóvenes, y más especialmente los que proceden de la inmigración, 
              y que están tan obsesivamente presentes en los fantasmas colectivos 
              del miedo social, engendrado y mantenido en y por la dialéctica 
              infernal de la competencia política a causa de las voces xenófobas 
              y de la concurrencia mediática de máxima audiencia, tienen en las 
              preocupaciones de los partidos y de los sindicatos progresistas 
              un lugar inversamente proporcional al que se concede, en toda Europa, 
              al discurso sobre la "inseguridad " y la política que fomenta.
 ¿Cómo no confiar o esperar una suerte de internacional de los "inmigrantes" 
              de todos los países que uniría a turcos, gentes de Surinam, etc. 
              en la lucha que llevasen a cabo, asociados a los trabajadores nativos 
              de los diferentes países europeos, contra las fuerzas económicas 
              que, a través de diferentes mediaciones, son también responsables 
              de su emigración? Y quizá las sociedades europeas tendrían también 
              mucho que ganar si, de objetos pasivos de una política securitaria, 
              esos jóvenes a los que se obstina en llamar 'inmigrantes" cuando 
              son ciudadanos de las naciones de la Europa de hoy, con frecuencia 
              desarraigados y desorientados, excluidos incluso de las estructuras 
              organizadas de la protesta, y sin otras salidas que la sumisión 
              resignada, la pequeña o la gran delincuencia, o las formas modernas 
              de agitación campesina que son los motines de los barrios de emigrantes, 
              se transformasen en agentes activos de un movimiento social innovador 
              y constructivo.
 
 Romper la definición estrecha de "lo social".
 Pero se puede pensar también en el desarrollo para cada ciudadano 
              de las disposiciones internacionalistas que constituyen actualmente 
              la condicionante de todas las estrategias eficaces de resistencia, 
              en todo un conjunto de medidas, sin duda dispersas e inconexas, 
              tales como el reforzamiento en cada organización sindical de instancias 
              habilitadas con vistas a tratar con las organizaciones de otras 
              naciones y encargadas especialmente de recoger y hacer circular 
              la información internacional. Es el establecimiento progresivo de 
              reglas de coordinación, en materia de salarios, de condiciones de 
              trabajo y de empleo; la institución de "hermanamientos" entre sindicatos 
              de iguales categorías profesionales o de regiones fronterizas; el 
              reforzamiento, en el seno de empresas multinacionales, de comités 
              de empresa multinacionales. El estímulo hacia políticas de empleo 
              respecto a los inmigrantes que, de objetos y de bazas para las estrategias 
              de los partidos, se convertirían de esa manera en agentes de resistencia 
              y de cambio, dejando así de ser utilizados en el propio seno de 
              organizaciones progresistas como factores de división y de incitación 
              a la regresión hacia el pensamiento nacionalista, o racista. La 
              institucionalización de nuevas formas de movilización y de acción, 
              como la coordinación, y el establecimiento de lazos de cooperación 
              entre sindicatos de los sectores público y privado que tienen pesos 
              muy diferentes según los países. La conversión de los talantes (sindicales 
              y otros) que sea necesario para romper con la definición estrecha 
              de lo "social", y para ligar las reivindicaciones sobre el trabajo 
              a las exigencias en materia de salud, de vivienda, de transportes, 
              de formación, de ocio, de la relación entre los sexos, y para poner 
              en marcha esfuerzos de resindicalización en los sectores tradicionalmente 
              desprovistos de mecanismos de protección colectiva (servicios, empleo 
              temporal).
 Ya no se puede banalizar un objetivo tan inicialmente utópico como 
              la construcción de una confederación sindical europea unificada. 
              Un proyecto de esta naturaleza es sin duda indispensable para inspirar 
              y orientar la búsqueda colectiva de innumerables transformaciones 
              de las instituciones colectivas y de los millares de conversiones 
              de disposiciones particulares que serán necesarias para "hacer" 
              el movimiento social europeo.
 Aunque es sin duda útil, para desarrollar este proyecto, difícil 
              e incierto, inspirarse en el modelo de proceso descrito por E. P. 
              Thompson en La formación de la clase obrera inglesa, es necesario 
              ser prudentes y no llevar demasiado lejos la analogía con una concepción 
              del movimiento social europeo del futuro basada en el modelo del 
              movimiento obrero del siglo pasado: los cambios profundos que ha 
              experimentado la estructura social de las sociedades europeas, el 
              más importante de ellos es sin duda la disminución, en la propia 
              industria, de los obreros en relación a los que se llama hoy los 
              "operadores' y que, más ricos, relativamente, en capital cultural, 
              pueden ser capaces de concebir nuevas formas de organización y nuevas 
              armas de lucha y de entrar en las nuevas solidaridades interprofesionales.
 No hay ningún elemento previo más importante con miras a la construcción 
              de un movimiento social europeo que el repudio de todas las maneras 
              tópicas de concebir el sindicalismo, los movimientos sociales y 
              las diferencias nacionales en estas cuestiones. No hay tarea más 
              urgente que la invención de nuevas maneras de pensar y de actuar 
              que la precarización impone. Fundamento de una nueva forma de disciplina 
              social, enraizada en la experiencia de la precariedad y el temor 
              al paro, que alcanza hasta los niveles más favorecidos del mundo 
              del trabajo, la precariedad generalizada puede estar en el despegue 
              de solidaridades de un tipo nuevo, en especial respecto a las crisis 
              que se perciben como particularmente escandalosas cuando adquieren 
              la forma de despidos masivos impuestos por el deseo de proporcionar 
              beneficios suficientes a los accionistas de empresas suficientemente 
              rentables, como es el caso de Elf y de Alcatel en Francia.
 
 Estrategias ambiguas.
 Y el nuevo sindicalismo tendrá que saber apoyarse sobre las 
              nuevas solidaridades entre víctimas de la política de precariedad, 
              casi tan numerosas hoy en profesiones con fuerte capital cultural 
              como la enseñanza, las profesiones de la salud y los oficios de 
              la comunicación (como los periodistas), como entre los empleados 
              y los obreros. Pero tendrá que trabajar previamente en producir 
              y en difundir lo más ampliamente posible un análisis crítico de 
              todas las estrategias, frecuentemente muy sutiles, en las que colaboran, 
              sin saberlo necesariamente, algunas reformas de los gobiernos socialdemócratas 
              y que se pueden incluir bajo el concepto de "explotación". Análisis 
              tanto más difícil de llevar a cabo, y sobre todo de imponer a aquellos 
              que debería hacerles acceder a la lucidez sobre su condición, porque 
              esas propias estrategias ambiguas son ejercidas con frecuencia por 
              víctimas de semejantes estrategias, profesores precarios encargados 
              de alumnos o estudiantes marginados y condenados a la precariedad, 
              trabajadores sociales sin garantías sociales encargados de acompañar 
              y de asistir a gentes que les son muy próximas por su condición, 
              etcétera, conducidos todos a entrar y a dejarse llevar por las ilusiones 
              interiorizadas.
 Pero sería necesario y también importante acabar con otras concepciones 
              muy extendidas que, al impedir ver la realidad tal como es, se convierten 
              o desaniman la acción transformadora. Es el caso de la oposición 
              que hacen los "politólogos" franceses, y los periodistas "formados" 
              en su escuela, entre el "sindicalismo protestatario" -que estaría 
              encarnado en Francia por el SUD o por la CGT- y el "sindicalismo 
              de negociación", erigido en norma de cualquier práctica sindical 
              digna de ese nombre, del que la confederación alemana DGB sería 
              la encarnación. Esa representación desmovilizadora impide ver que 
              las conquistas sociales no pueden ser obtenidas más que por un sindicalismo 
              suficientemente organizado, tanto para movilizar la fuerza de protesta 
              necesaria para arrancar a la patronal y a las tecnocracias verdaderos 
              avances colectivos, como para negociar e imponer sólidamente los 
              compromisos y las leyes sociales en las que éstos se inscriben de 
              manera duradera (no es significativo que la misma palabra movilización 
              esté cargada de descrédito por los economistas de obediencia neoliberal, 
              obstinadamente atados a no ver más que una admisión de opciones 
              individuales en lo que es de hecho un modo de resolución y de elaboración 
              de conflictos y un principio de invención de nuevas formas de organización 
              social?).
 Es su incapacidad para unirse en torno de una utopía racional (que 
              podría ser una verdadera Europa social) y la debilidad de su base 
              militante, a la que no saben transmitir el sentimiento de su necesidad 
              (es decir, primero de su eficacia) mientras se dedican a competir 
              por situarse mejor en el mercado de los servicios sindicales, lo 
              que impide a los sindicatos superar los intereses corporativos a 
              corto plazo por una determinada voluntad universalista capaz de 
              superar los límites de las organizaciones tradicionales y de dar 
              toda su fuerza, especialmente integrando plenamente el movimiento 
              de los parados, a un movimiento social capaz de combatir y de oponerse 
              a los poderes económicos y financieros sobre el terreno mismo, internacional 
              desde hace tiempo, de su ejercicio.
 Los movimientos internacionales recientes, entre los que la Marcha 
              europea de los parados sólo es un ejemplo, son los primeros signos, 
              todavía fugaces sin duda, del descubrimiento colectivo, en el seno 
              del movimiento social y más allá, de la necesidad vital del internacionalismo 
              o, de manera más precisa, de la internacionalización de los modos 
              de pensamiento y de las formas de acción.
 
 PIERRE BOURDIEU.
 
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